jueves, 15 de marzo de 2012

LA SERPIENTE PARKER



                                                LA SERPIENTE PARKER


 -Vea doctor, dijo el paciente, que además era poeta. Para crear, hay que estar un poco loco.

         El médico lo miraba sin entender nada.

-Es así, aunque usted no lo crea- prosiguió. Mire, le voy a dar un ejemplo. ¿Puedo tomar esta lapicera?

         El médico asintió. El hombre metió sus dedos en un cilindro azul que había sobre el escritorio y sacó de allí una lapicera negra. Exhibiéndola ante la vista del médico, dijo.

Usted y yo sabemos que esto es una lapicera. Bien. Si no discutimos eso, nada va a suceder. Usted seguirá siendo psiquiatra, yo su paciente, y esa cortina que está allí seguirá dejando pasar la luz del sol. ¿Pero qué pasa si yo le digo que esto no es una lapicera, sino una serpiente?

      El médico abrió dos ojos grandes como monedas de oro, y no atinó a decir palabra alguna. El paciente prosiguió.

Sí, ya sé, usted cree que yo estoy loco. Tiene razón. Pero quiero demostrarle que mi locura no es mala. Todo lo contrario. Y ya que este es nuestro primer encuentro, quiero que usted aprenda algo.

   El médico seguía sin poder hablar. Estaba atónito ante el hombre que tenía enfrente, del que no recordaba el nombre, y de quien no había escuchado aun ningún padecimiento que justificara su presencia en el consultorio. Dejó que prosiguiera.

Usted sabe que la serpiente es un animal con una fuerte carga simbólica en nuestra cultura. Lea la Biblia. Una serpiente tentó a Eva y Adán y así perdieron la inocencia. Hay otros ejemplos. La serpiente de Shylock, la serpiente de Rasmussen, la serpiente de Calamuchita sin ir más lejos. ¿Las conoce?

    El médico frunció el ceño.

-Siempre la serpiente, cualquier víbora en realidad, es la amenaza, el peligro. Es el canto de sirena de las selvas, la inminente picadura, la serpentina sinuosa que horada los pisos. Recuerde la yacaracusú de “A la deriva”, el cuento de Horacio Quiroga. Usted recordará que ese relato empieza con la picadura. Y que enseguida, viene el machetazo y la víbora queda dislocada. Es el acto más inútil de la literatura. Porque el resto del cuento consiste en la agonía del hombre picado por la víbora. El final es apoteósico. La barca deriva impoluta por el río Paraná, y el sobrecogedor paisaje que sirve de fondo sólo es testigo de la muerte de este hombre. “Y cesó de respirar”, son las palabras que cierran el cuento. Jamás podré olvidármelo.

      El médico seguía sin poder hablar.

Yo siempre cuento una anécdota- prosiguió el paciente- que le sucedió a un amigo mío, en la selva amazónica. Es científico. Estaba en una expedición, junto con otras personas, investigando las propiedades curativas de la sequoia. Arbol que abunda allí. Iba él con otros dos en una canoa, en medio de esas aguas tan negras y rodeados por mosquitos. Sin que se dieran cuenta, un indio que estaba al costado, tambien en una canoa, los empezó a llamar. Decía palabras extrañísimas, en el idioma de los indios de allí. Mi amigo y sus dos compañeros lo miraron y no entendían nada. El indio hablaba a los gritos. Y sus palabras cada vez se entendían menos. De repente, como si hubiera aprendido de golpe a hablar en español, empezó a gritar:

-Víbora!!!!! Víbora!!!! Víbora!!!! -con los ojos desencajados y la vincha desacomodada. Mi amigo y sus dos compañeros se quedaron paralizados mirándolo al indio que se acercaba con la canoa y parecía querer atacarlos. Tanto fue, que no pudieron seguir remando, la canoa se dio vuelta, y quedaron los tres sumergidos en el agua, a merced de las pestes y de la locura del indio. Perdieron sus mochilas, sus elementos, aunque después los buscaron y todos mojados los recuperaron. El indio desapareció. Mi amigo y los dos que estaban con él se preguntaron siempre qué le habría pasado a ese indio. Dónde había sido picado por una víbora. Por qué le había agarrado ese ataque de locura. Y cómo había aprendido el español. Un día después se fueron de la selva sin haber averiguado nada sobre las propiedades curativas de la sequoia.

Sobrevino el silencio. El médico seguía mirando a su paciente sin hablarle, y haciendo un esfuerzo enorme para serenar sus ojos. El escritorio estaba lleno de cosas, no solo las lapiceras. Había de todo. También fotografías de la familia del médico. La sala era amplia y con biblioteca. Por la ventana, filtrándose entre las cortinas blancas, seguía pasando luz.

Por eso le digo, doctor- prosiguió el paciente- que hay que cuidarse. Pero no de los locos, sino de los excesivamente cuerdos. De los que sólo hablan del equilibrio. Para escribir poemas, para hacer música, para pintar, o inclusive para grandes objetivos que uno quiera plantearse en la vida, hay que estar un poco de la cabeza. Usted como médico tiene un concepto de salud. Pero yo entiendo que la salud no existe. Es una utopía, una meta a perseguir. Pero líbrenos Dios de alcanzarla. Yo apoyo a los locos, doctor. Soy uno de ellos. Cuando salió mi primer libro, fui a la presentación vestido de momia egipcia. Nadie lo podía creer. Y así hablé. Y así me hicieron preguntas y contesté. Y así la gente leyó mi libro, que no se vendió mucho. Pero no importa. Con que les haya gustado a los que lo leyeron, me conformo. Y me pone bien. Vea usted en la anécdota del indio el lado gracioso. Cómo la aparición de un loco provoca una anécdota interesante y echa a perder los planes de tres individuos perfectamente racionales. Si la canoa no se tumbaba, ¿qué anécdota tenía yo para contarle? ¿Está de acuerdo conmigo, doctor?

         El médico siguió callado. Solo un sordo carraspeo se oyó desde el fondo de su garganta. Alguien golpeó la puerta para entrar. Y cuando el médico hacía el ademán para permitir el paso, el paciente poeta arremetió con su última estocada:

Por eso...- dijo mientras se paraba, blandía entre los dedos de la mano derecha la lapicera serpiente y con ojos que se salían de las órbitas miraba al psiquiatra que permanecía sentado- por eso.... (y gritaba), mire usted la punta de esta lapicera! Mire!!!- le digo. Una lengua anhelante se relame! Una lengua pequeña y filosa, doctor!! La lengua de la serpiente!! La lengua de la serpiente Parker!!! Déjese picar, doctor, por el amor de Dios!!! Déjese picar!!!!

      El médico, sin pararse, sólo atinó a garabatear letras en un papel con membrete.